Capítulo 1. Una nueva luz sobre Bélenos

Cerandal, el Sacerdote, recorría el interior de la Ermita meciendo un incensario. Era consciente de la oportunidad que constituía la llegada del Viajero a Bélenos. Una nueva alma. Un alma limpia que podría adquirir cualquier color si era tratada de la forma adecuada.

Quizá habría sido oportuno intervenir en su llegada, no dejar que otros se acercaran a él antes, pero precipitarse no había servido de nada la última vez. En esta ocasión se tomaría las cosas con calma, esperaría a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y, entonces, actuaría.

Eleuve entró en la Ermita dispuesta a subir al torreón.

—Buenas tardes, Cerandal —dijo la niña.

El Sacerdote la miró con desdén. Nunca se habían reconocido lo mucho que se detestaban.

—¿Qué tal el Viajero? ¿Es un tipo agradable? —se interesó Cerandal mientras seguía meciendo el incensario aquí y allá.

—Normal. Anda un poco sorprendido por ver a la gente tan interesada en él.

—¿Alguna habilidad digna de mención?

Eleuve permaneció callada. Sabía cuál era el interés oculto en la pregunta del Sacerdote, no le daría el gusto.

—No que haya visto. Parece un hombre de lo más… corriente.

El Sacerdote pareció dar por zanjada la conversación, por lo que Eleuve subió las escaleras. Acto seguido, como si hubiese estado observando lo que sucedía, Pulgar, el Enterrador, entró en la Ermita.

—Parece que nuestro amigo el Alcalde Kerensky ha conseguido que el Viajero se hospede en la posada unos días —le comentó al Sacerdote.
—No me sorprende. ¿Has visto algo interesante?

—El hombre estaba un poco abrumado por la presencia de Theon hasta que ha llegado Kerensky. Entonces se le han olvidado todas las reticencias y prácticamente le ha jurado amor eterno.

—¿Estabas ahí? —Cerandal frunció el ceño.

—No, Asha, la Posadera, me lo ha contado.

El Sacerdote asintió, satisfecho.

—¿Alguna habilidad digna de mención? ¿Algo extraño?

—El Viajero traía un laúd —respondió Pulgar—. Un laúd y poco más, quizá esa sea su habilidad.

Un laúd, eso no le traía buenos recuerdos. Cerandal recordó la última vez que alguien llegó al pueblo, hace ya demasiado tiempo. Una Bufona, una Trovadora y un Flautista. Onzoth, el Flautista, no había acabado muy bien y, entonces, la larga noche cayó. El Sacerdote no tenía muy claro qué podían hacer para evitar que la larga noche volviese, pero estaba dispuesto a intentar cualquier cosa.

—¿Cómo se llama ese viajero?

—Oberyn Sabat.

—Oberyn Sabat… —repitió el Sacerdote lentamente—. Esperemos que sea un hombre de fe.


El viajero había salido a conocer Bélenos. No volvería hasta que no cayera la noche, y aún faltaba al menos una hora. Asha no perdió ni un solo minuto. Era el mejor momento para ver qué había traído consigo el Viajero. Podría hacerlo igualmente de noche, pero entonces se expondría a que la pillasen como ya habían hecho otras veces.

Subió las escaleras de la posada y se internó en la única habitación ocupada. La habitación estaba prácticamente vacía. Era evidente que el Viajero no tenía pensado detener sus pasos en ningún sitio. Un cayado y un laúd eran las únicas pertenencias a la vista, además del zurrón gris que ocupaba la cama.

Asha abrió el zurrón, reparando antes en cada detalle para después dejarlo como estaba. Trozos de comida a medio comer, tinta y papel, un artilugio extraño similar a un reloj, un par de zapatillas y tarros llenos de hierbas, flores y algunos pequeños insectos. Nada más. La Posadera quedó un poco decepcionada.


Justo antes de que la noche cayese, Gerold se internó en su intrincado laberinto. Para él no resultaba un lugar donde perderse, sino un lugar donde podía esconder su más oscuro secreto sin temor a que nadie lo descubriese.

Avanzó por los enrevesados túneles con un destino fijo. No dudaba, estaba dentro de su creación. Pese a la distancia, enseguida llegó a la intersección que estaba buscando. No era el centro del laberinto, ni mucho menos. Eso habría sido demasiado obvio y, además, cualquiera que estuviese en la Ermita podría haber escuchado algo. En el sitio donde se encontraba, era muy improbable que nadie se percatase de la presencia de la criatura, menos aún que la encontrase.

Gerold se apoyó sobre una piedra, la cual cedió ante la presión. Un pequeño tramo de pared giró, permitiendo a Gerold pasar a un pasillo más propio de un castillo que de un laberinto subterráneo. El suelo estaba cubierto por una larga alfombra burdeos. En las paredes había candelabros encendidos que daban la suficiente luz como para permitir que nadie necesitase antorcha. Al fondo, una puerta de gran tamaño había sido adornada con un bonito tapiz, posiblemente elaborado por la Sastre.
El Arquitecto se dirigió hacia la puerta, sacó la llave de su bolsillo y la abrió. Dentro, una habitación circular decorada con buen gusto permanecía en semipenumbra gracias a la presencia de una solitaria vela.

—Si me permites, voy a encender más velas. Necesito hablar contigo —dijo Gerold a la oscuridad.

Por respuesta, un gruñido le respondió desde lo más oscuro de la habitación.

El Arquitecto encendió una a una las velas de la estancia y, aun así, la criatura apenas era visible donde estaba situada.

—Ha venido un extranjero a Bélenos. Ha amanecido.

Tras un largo silencio, la criatura por fin se dejó ver. Su tamaño no era superior al de un hombre, pero tenía facciones y pose felina.

—¿Podré salir? —preguntó la criatura con voz gutural.

—Podrás —contestó el Arquitecto—, aunque habrás de esperar a que el nuevo adquiera identidad.

La criatura rio.

—He esperado más de cuatrocientos años, podré esperar un poco más.

—Han sido cuatrocientos años de inexistencia, no han sido muy duros —dijo Gerold, intentando restar importancia al asunto.

La criatura se abalanzó sobre él con gran agilidad, situando su cara a muy poca distancia de la del Arquitecto.

—Han sido cuatrocientos años encerrados aquí, Arquitecto. La inexistencia de la que hablas a mí no me ha afectado en lo más mínimo. Llevo casi medio milenio encerrado en una habitación por vuestra culpa, medio milenio en el que no he podido hacer nada más que pensar en lo que os haré cuando tenga la ocasión.

Gerold intentó deshacerse de la criatura, pero sus fuerzas eran muy superiores. Tan solo cuando ella quiso, pudo liberarse.

—Onzoth, debes recordar que gracias a mí no estás muerto.

Onzoth gruñó.

—Más me valdría estar muerto —dijo la criatura con rabia contenida—. Márchate. Y no vuelvas hasta que no pueda salir ahí fuera o te despedazaré.

El Arquitecto abandonó la estancia sin discutir. “Así que Onzoth no ha sido sometido a la inexistencia durante la larga noche”, pensó, “muy interesante”. Y puso rumbo a su casa.


El torreón de la Ermita refulgía bajo la luz de la luna. Acceder a la Ermita no era el problema, el problema era alcanzar el torreón.

Alguien oculto bajo una capucha observaba las ventanas valorando cómo entrar sin causar un gran revuelo. El ibis blanco podía complicar las cosas, no cometería el error de subestimarle.

Tocó la piedra de la fachada, calculando el trabajo que sería necesario para escalarla. Decidió que era muy arriesgado exponerse a la vista de cualquier aldeano, por lo que entró en la Ermita.

El silencio inundaba la estancia, tan solo profanado por los crujidos de algunas maderas. Las escaleras que conducían al torreón se retorcían como el cuerpo de una serpiente hasta llegar a la puerta de las estancias de la Alquimista.

La figura bajo la capucha subió y miró a través de la cerradura. Eleuve parecía dormir, al igual que Tot. Con un hábil juego de manos la cerradura cedió. Ni rastro de magia que la contuviese. Como una sombra, entró en la habitación y se dirigió directamente a una mesa llena de diversas piedras y hierbas. Sabía perfectamente cómo lo iba hacer.

Con mucho cuidado, la figura colocó un círculo de piedras en torno a la cama de la Alquimista. Una vez completado, se alejó a una distancia prudencial.

—Buenas noches, Eleuve —dijo lo suficientemente alto como para que su voz fuese audible.

Eleuve despertó y entendió la situación rápidamente. Runas de contención. Quien fuera que se ocultase bajo la capucha sabía lo que hacía.

—Da la cara, cobarde —dijo la niña sin mostrar una clara preocupación—. Tot. ¡Tot!

El pájaro salió de su letargo y se abalanzó contra la figura encapuchada, pero esta la detuvo en seco mostrando una nueva runa.

—Oh, vamos, ¿creías que no tomaría medidas?

Entonces, las runas del círculo de contención comenzaron a emitir una leve luz que fue aumentando en intensidad. Eleuve, movida por una fuerza invisible, comenzó a elevarse sobre la cama, al igual que las runas que la mantenían cautiva. La energía generada por las runas empezó a debilitar la estructura del torreón, que poco a poco fue cediendo hasta que el techo se derrumbó. La figura se había esfumado.

Eleuve y las runas continuaron ascendiendo hasta situarse por encima del torreón central. Para entonces, la esfera de energía creada por las runas era como un faro en la noche. Si no salía pronto, la Alquimista moriría.


Ajeno a todo, alguien deambulaba por los túneles de Bélenos. Quería que el pueblo tuviese una oportunidad y que no retornase la larga noche. Para ello, era necesario purgar aquel lugar. Una casa menos para que la purga comenzase.


Algo despertó a Mr Lann. Al intentar vislumbrar algo en la penumbra distinguió la figura de Tot. Enseguida se incorporó.

—Tot, ¿qué sucede? —preguntó alarmado el Herrero.

El pájaro modificó sus pensamientos haciéndole entender la gravedad de la situación. Sin tiempo que perder, el Herrero salió de la cama, se dirigió a la forja y eligió la mejor de las espadas, Volündria. A punto de salir a la calle, Mr Lann escuchó cómo algo se movía tras él. Pese a sus reflejos, unas tenazas se cerraron en torno a su cuello.

Mr Lann se resistió a la fuerza que ejercían las tenazas. Aun sin poder articular palabra, el armamento de aquella habitación obedeció a su orden silenciosa y empezó a moverse por el aire sin nadie que lo blandiera. Tenía que pensar algo rápido. Alguien había encerrado a Eleuve en una prisión aérea. Ahora le atacaban a él. ¿Sería cosa del Chamán? ¿Del Sacerdote? Había demasiados enemigos y demasiados amigos con intenciones ocultas.

En sus últimos momentos de vida decidió algo. Para construir una prisión aérea hacía falta volar, y que él supiera solo una persona volaba en Bélenos. Concentró todas sus energías para su ejército de armas se dirigiera a poner fin a la vida del Hijo del Arquitecto, Kvothe.

Las armas salieron a la fría noche y, como un ejército invisible, se dirigieron a la casa del Hijo del Arquitecto.

Kvothe despertó antes de que las espadas pusieran fin a su vida. El intenso miedo que sintió le permitió transformarse con gran facilidad y salir volando por su ventana. Fue entonces cuando vio la gran esfera luminosa que había surgido sobre el torreón central, ahora medio derruido. Kvothe voló hacia allí hasta ver a la Alquimista encerrada. Habría intentado hablar con ella, pero cientos de espadas le perseguían desenfrenadamente.

Tras unos minutos de persecución en los que Kvothe pudo sentir por última vez la libertad de volar, comprendió que las espadas eran incansables y que, tarde o temprano, acabarían dándole caza. Fue entonces, con esa certeza en la cabeza, cuando decidió parar.

Cientos de espadas atravesaron el cuerpo de Kvothe bajo la luz de la luna.

Mientras tanto, en la forja, Mr Lann había comprendido también que aquellas tenazas sobre las que no ejercía ningún control eran más fuertes que él, por lo que al igual que había hecho Kvothe unos momentos antes, se dejó llevar. Las tenazas dirigieron a Mr Lann a la fragua, donde perdió la vida. Sin embargo, Mr Lann tenía un plan en mente desde hacía tiempo por si algo similar sucedía. El alma de Mr Lann flotó un instante sobre su antiguo dueño y, a continuación, se posó en la espada Volündria, dispuesta a reclamar venganza.


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